
12 Ago El apoyo que necesitan nuestros niños para aprender
Muchas de las dificultades que algunos niños tienen en su aprendizaje pueden superarse. Además de confiar en su capacidad, también hay que comprender cómo funciona su cerebro y cuáles son sus necesidades emocionales y cognitivas. Es esencial observar qué aspectos están cubiertos (ambiente, materiales, acompañamiento emocional) y cuáles no. Porque de ello depende, en gran parte, su acceso, motivación e interés por aprender.
Cuando yo era pequeña, durante mi etapa de educación primaria, solía ser de las últimas en comprender y consolidar un conocimiento. Cuántas tardes me habré quedado haciendo horas extra con mi profesora de tercer y de cuarto, Mari Ángeles. Bendita paciencia que tenía ella porque se quitaba de su tiempo libre para que los rezagados nos pusiéramos al día. Sé que mis dificultades no tenían que ver con mi capacidad intelectual ni con mi conducta, sino con mi capacidad de retención y con la sobre estimulación del mundo exterior. Observar lo que pasaba desde la ventana del aula o mi propia imaginación y fantasía me ofrecían estímulos más interesantes que los cuadernillos de caligrafía o sumas y restas.
Tengo bastante memoria autobiográfica así que recuerdo con detalle muchos pasajes de mi infancia que aún hoy me ayudan a entender cómo funciona mi mente y mi mundo emocional. Cuando hacíamos dictados, si no entendía una palabra, la dejaba en blanco. Otros compañeros preguntaban sin reparo, interrumpían —¿Señu, qué has dicho?— pero a mí me daba muchísima vergüenza interrumpir o llamar la atención. Además, era tan autoexigente ya desde niña que asumía que si no había captado una palabra, era “mi culpa” y debía aguantarme. Mi capacidad era la misma que la de los demás, pero mis necesidades emocionales —la timidez, el miedo al error, la búsqueda de aprobación— me llevaban a esforzarme por no decepcionar a los adultos.
Con el tiempo, desarrollé un tipo de atención muy concreta, enfocada en ser autosuficiente, pero no para nutrir mi propia curiosidad, sino para satisfacer expectativas externas. El precio fue pasar gran parte de mi formación académica buscando resultados que complacieran a otros, no a mí misma. Pero aquello me ayudó a superar la enseñanza obligatoria y a entrar e la licenciatura en Periodismo.
Y ese patrón de querer cumplir—tan marcado por la personalidad de “niña cumplidora y responsable”— me sirvió hasta que llegué a la universidad. A los 18 años, la rebeldía natural hizo saltar por los aires ese síndrome de “madurez precoz”. Cuando me di cuenta que nadie pasaba cuentas de lo que hacía o deshacía, dejé de asistir a las clases en el segundo cuadrimestre. Mientras una parte de mí buscaba seguir cumpliendo y obtener seguridad, otra necesitaba liberarse del enclaustramiento.
Como veía que eso de autogestionarme y no cumplir estrictamente con el programa se me iba de las manos, tuve que repetir exámenes y volver a matricularme de algunas asignaturas, busqué darle otra motivación para estudiar. Me centré en la responsabilidad de “estudiar para tener un futuro”. Me motivó, además, ver a mis amigos de carrera lidiando con los mismos temas. Y al final, conecté con el propósito por el que escogí (porque tuve el privilegio de poder escoger) periodismo. Quería escribir, quería comunicar. Así que seguí el camino trazado.
Cuando maduramos, empezamos —o creemos empezar— a hacer las cosas por motivación personal. Sin embargo, muchas veces sigue operando, de fondo, la influencia del contexto social en el que crecimos. Cumplimos instrucciones interiorizadas: valores, creencias y normas que adoptamos en la infancia, primero para satisfacer a nuestros referentes y después porque las hemos hecho nuestras… O creemos haberlo hecho.
La verdadera evolución, más allá de la mera madurez biológica, surge cuando podemos mirar esas motivaciones de frente, reconocer qué viene de fuera y qué nace de dentro, y elegir de manera consciente. Entonces es cuando la acción deja de ser una repetición automática y se convierte en algo genuino, conectado con lo que realmente somos y queremos aportar.
Además de la buena salud y del bienestar materia, hoy sé que para que una persona pueda desarrollarse bien en la infancia necesita algunos pilares básicos: bienestar y seguridad emocional, libertad de autoexpresión y estímulos positivos. Y he comprendido que cada niño y niña tiene un potencial y un camino de desarrollo único. Nuestra misión como adultos es acompañarles respetando ese camino: conociendo sus necesidades emocionales, reconociendo sus fortalezas y debilidades, y ofreciéndoles herramientas y entornos que faciliten que su aprendizaje sea significativo.
Aquí entran en juego conceptos como la inteligencia emocional —la capacidad de reconocer y gestionar las propias emociones y las de los demás—, las inteligencias múltiples de Howard Gardner —que nos recuerdan que no hay una sola forma de ser “inteligente” y que un niño puede destacar en lo musical, lo corporal, lo interpersonal o lo naturalista— y la salud emocional como base del aprendizaje. Un niño emocionalmente seguro no solo aprende mejor, sino que aprende con más placer y más autonomía.
Acompañarles no significa darles todas las respuestas, sino confiar en que, con el entorno adecuado, ellos mismos irán creando sus propias herramientas. Porque aprender no es solo memorizar datos: es expandirse, descubrir, crecer, recordar y conectar con la propia curiosidad.